Oda al Whopper

Oda al Whopper
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Recuerdo las primaveras, el césped, el sol. Y recuerdo a Sally sentada enfrente de mí, riendo y contando historias. Pero sobre todo nos recuerdo contándolas con un Whopper en la mano. Porque para Sally y para mí el Whopper de 200 pesetas fue muy importante.

Era como una excusa como otra cualquiera para quedar. Acudíamos mucho al "¿Nos pedimos un Whopper y nos vamos al parque?". Aprovechamos aquella oferta mucho y bien, y puede que fuera por el precio, pero aquellas hamburguesas sabían a gloria. El ROI era colosal.

Luego la oferta acabó. Vinieron más primaveras y más días soleados, y en cierto momento que no recuerdo —porque uno olvida cómo las rutinas maravillosas dejaron de serlo— dejamos de comprar Whoppers y de comérnoslos en el parque. Llegarían otras cosas, por supuesto. Más maravillosas todavía, como aquellos años en nuestra casita —por cierto, con el Burger King a tres minutos andando— y nuestros niños.

No importa que no comamos ya apenas Whoppers. Los pedimos de cuando en cuando, ya siempre en familia, pero también alternamos con el Big Mac, que no es mala opción. Tengo aquí opinión fuerte: el Whopper del Burger King es mejor que el Big Mac del McDonalds, pero las patatas fritas del McDonalds (y el McFlurry) son claramente superiores a las del Burger King.

El problema es que aquel maravilloso ROI del Whopper a 200 pelas ha desaparecido. No solo es más caro, sino que ha empequeñecido. El filete de hamburguesa es una especie de oblea. Carpaccio de Whopper, deberían llamarlo.

Además, ahora las hamburguesas se han convertido en una delicatessen. Ya no son un manjar proletario, sino una víctima más del postureo instagramero. Hay hamburguesas de autor, muy canallas y muy de cocina fusión. Y es difícil encontrar alguna por menos de 15 euros. Escribo esto tras leer una estupenda columna de Clara Nuño en El Confidencial en la que la autora, harta de tanto glamour encerrado entre molletes, contaba cómo de repente todo son hamburguesas gourmet. Es genial, porque puedes irte a un restaurante y sentirte de lo más cool pagando 15 o 20 euros por una hamburguesa que va a salir genial en tus fotos de Instagram aunque esté fría y no sepa a nada (o a rayos). Pero oye, qué bien que podamos darnos esos lujos para pobres.

Durante un tiempo yo quise convertirme en crítico de hamburguesas. Ir probando por ahí y hacer mis pequeñas crónicas de la experiencia. No sé si lo recordáis, pero empecé fuerte probando la del Five Guys con Sally. Luego me di cuenta de que aquello me iba a salir carete y encima me iba a dar trabajo, así que aunque acabé probando algunas más cuya fama vino y se fue, no llegué a escribir nada. Me quedé todo para mí. Y lo peor es que tras todo este tiempo debo confesar que no recuerdo ninguna realmente memorable.

Haciendo memoria recuerdo tres. La primera, la de Alfredo's Barbacoa, en Retiro, aunque creo que aquella me supo especialmente bien porque fue un día especial que quedé con dos amigos. La segunda, una hamburguesa callejera que comí en Lisboa con otros amigos tras una noche épica. Aquella me supo a gloria. La tercera, más reciente, la probé con unos amigos especiales en Sant Boi, Barcelona. Estaba exquisita, o eso creí entonces.

No sé si lo pilláis. Esas tres hamburguesas fueron especiales, pero no por las hamburguesas en sí. Lo fueron porque lo que cambia la experiencia no es la hamburguesa, queridos lectores. Eso cuenta, claro, pero ocurre lo mismo sea una hamburguesa, una chuletón (poco hecho, por favor) o un vino. Lo que importa en realidad no es ni la hamburguesa, ni el chuletón, ni el vino. Y tampoco importa —aún menos, diría— el sitio en el que te las comas. Es estupendo si además da para foto en Instagram y te va el rollo postureo, pero nos estamos equivocando.

Lo que importa no es el sitio, y tampoco la comida.

Lo que importa es la compañía.

Por eso aquellos Whoppers me sabían tan bien. Por eso eran las mejores hamburguesas del mundo.

TALT.