No volveremos a estar gordos

A estas alturas de año, si uno es medio cuco, comienza a acechar la operación bikini. Intentas luchar contra el cuerpo estufa que va siendo símbolo de la edad, pero aunque personalmente no me obsesiono demasiado, lógicamente preferiría tener tabletita de chocolate para lucir palmito.

En lugar de eso, es más que probable que este año en la pisci y en la playa luzca un fabuloso cuerpo fofisano. Lucharé un poco contra ello, pero si me habéis leído sabréis que mis prioridades a los 50 son

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Hace mucho, mucho tiempo que tengo claro cómo se puede mantener uno con tipín. Durante cierta etapa de mi vida, ignorante de mí, creí que había que comer mejor y hacer deporte, y que la proporción era más o menos del 50/50. Era tan importante lo uno como lo otro. La realidad, que yo sepa —no soy nutricionista— es muy distinta: la única forma de adelgazar es comer sano y, sobre todo, no mucho. Hacer deporte es importante para completar el ciclo, desde luego, pero la proporción es más bien del 80/20 o incluso del 90/10. Además para la inmensa mayoría de los mortales, sobre todo cuando uno se pasa el 80% de los días laborables sentado delante de una pantalla, el deporte que se puede hacer es limitado. Y luego está lo otro:

La voluntad.

Esa es la verdadera barrera. El obstáculo definitivo. El enemigo del último nivel. Y casi nadie se lo pasa. Yo, desde luego, no lo hago. Puedo hacerlo durante un tiempo, pero acabo cansándome y cayendo en los socorridos "a vivir que son dos días", "de algo hay que engordar morir", o el más versátil "que viva la Pepa". Las dietas, hagas las que hagas, no funcionan casi nunca a largo plazo porque 1) son para toda la vida y 2) casi nadie tiene esa fuerza de voluntad.

Pero hete aquí que estamos ante la solución definitiva. Ozempic y el resto de sus alternativas, muchas de ellas alias de la semaglutida, se han convertido en una absoluta revolución en el mundo farmacéutico. Lo curioso es que ni siquiera eran medicamentos para eso: fueron diseñados para combatir la diabetes.

La sorpresa ha sido que Ozempic (e insisto, sus numerosas alternativas) se han convertido en la prometedora cura contra la obesidad. Es algo alucinante que está teniendo efectos colaterales de lo más curiosos. Por ejemplo, convertir a Novo Nordisk, la empresa danesa responsable de la creación de Ozempic, en una empresa que ahora mismo vale 429.000 millones de dólares (Tesla vale 555.000). Se ha convertido además en motor de la economía danesa —su PIB caería un 0,1% sin ella— y es a día de hoy (con el resto de competidoras, recalco de nuevo) la gran amenaza de los supermercados y los fabricantes de refrescos.

Para los que no hayáis leído mucho del tema, lo "único" que hace Ozempic es quitarte el hambre. Su precio normal en España —sin receta— es de 130 euros por cuatro dosis (una a la semana), que parece un coste bastante chollo porque por lo que dicen te ahorras bastante en la compra.

Lo que suele pasar por lo visto es que la gente que lo usa lo suele dejar antes de cumplir el año, una vez ven el objetivo cumplido. Lo chungo, como suele ocurrir con las dietas de toda la vida, es que la gente acaba recuperando dos tercios del peso perdido. No te libras aquí del temido efecto rebote, y para evitarlo lo único que puedes hacer es lo que ya era cierto antes y después: comer menos, comer sano, y hacer ejercicio. El rollo de antes, ya sabéis. Voluntad férrea. Uf.

El caso es que los Ozempic del mundo prometen librarnos de los kilos de más por una módica cantidad mensual. O no tan módica, según se mire. De eso precisamente habla el fantástico post titulado 'Here's Who Shoud Pay for Everyone's Ozempic', escrito por Jill Filipovic en Slate. La autora habla de las implicaciones que pueden tener estos medicamentos en nuestro mundo: la obesidad es una enfermedad con unos costes sanitarios colosales, así que mitigar su impacto provocaría cambios previsiblemente alucinantes en los sistemas de salud. De hecho, dice, con la bajada de peso aparecen otros beneficios, como la reducción del riesgo de enfermedades de corazón o de riñón.

También habla de cómo esta es la amenaza más importante de la historia de las grandes empresas de alimentación. Habla específicamente de las americanas, famosas por crear alimentos ultraprocesados que atacan nuestra adicción a la sal, los azúcares y las grasas. Como explica Flipovic, las patatas Lays están diseñadas para ser tan adictivas que, como dicen en su campaña publicitaria (al menos, la yanqui), “you can’t eat just one" ("no puedes comerte solo una").  Yo no recuerdo ese mensaje de las Lays, pero sí tengo muy claro el caso de las Pringles, con su célebre "cuando haces pop, ya no hay stop".

Supongo que tras las bambalinas habrá presiones y mafias de todo tipo. Así a bote pronto se me ocurre que habrá maletines de McDonalds y Burger King yendo de acá para allá para frenar la fabricación, pero esto es solo una teoría de la conspiración: lo que está claro es que si Ozempic se vende mucho, la comida (basura o no) no se venderá tanto.

Y luego están los otros efectos sociales. Como por ejemplo, que Ozempic se convierta en un símbolo de estatus parecido al iPhone. Si estás delgado, es porque tienes pasta para comprar Ozempic. Si no lo estás, es porque probablemente eres un muerto de hambre (ups, precisamente lo contrario), tendrás sobrepeso (y probablemente tengas un teléfono guarripeich). Habrá, dicen, una especie de división social entre quienes están delgados y quienes no lo están.

Quienes lo están y toman Ozempic, por cierto, parecen no querer decirlo. Es como confesar que uno hace trampas, y a nadie le gusta confesar eso. Pero es que estos medicamentos logran además algo que nos encanta a los seres humanos: nos libran de nuestro fracaso moral. No estoy gordito porque como mucho o porque no me esfuerzo. Es porque tengo una enfermedad: mi metabolismo me traiciona y por alguna razón comer un menú Big Mac y un McFlurry me hace engordar. Es mi cuerpo el que está mal, no yo. Y como estoy enfermo, lo resuelvo con mi medicina. Viva Ozempic.

Es una visión cómoda y práctica, y por eso mismo es más que probable que Ozempic gane. Nos estamos volviendo especialmente comodones —deja para mañana lo que puedas hacer hoy—, y Ozempic no es más que otro paso hacia ese particular precipicio de la ley del mínimo esfuerzo (de ahí la imagen de cabecera, de la fabulosa película de animación 'Wall-E').

No tengo nada especialmente en contra de usar Ozempic para adelgazar, pero está claro que el que lo consiga comiendo bien y haciendo ejercicio tendrá la sensación de ser moralmente superior. "Estoy delgado porque me lo curro" podría ser perfectamente el mensaje que lo identifique a uno en su perfil de Twitter. Otro podrá poner "Viva Ozempic" y estar igualmente feliz, pero insisto, el que se lo curra probablemente se sienta superior —y quizás también sea un desgraciado—.

Yo creo que el debate se une a otros debates capitalistas —insisto en el ejemplo del iPhone: me lo compro porque puedo y me siento mejor que tú por ello—, pero a diferencia de lo que ocurre con el iPhone, las zapatillas o el bolso de turno, la revolución que plantea Ozempic es muy distinta. Es una revolución de nuestra salud.

Y si es así, no deberían pagarla los usuarios. Al menos, no deberíamos pagar más que una cantidad simbólica por este medicamento. Ozempic debería ser como el paracetamol. Cualquiera podría comprarlo sin esfuerzo. La cuestión es si el mundo logrará llegar a una conclusión tan simple.

Yo creo que sí. Y creo que no volveremos a estar gordos.

Voy pidiendo un Whopper.