Minnie y los fuegos artificiales

Minnie y los fuegos artificiales
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La temperatura era perfecta en la habitación 314 de la residencia para mayores de las afueras de Cupertino. En realidad la temperatura era tan solo uno de los detalles perfectos de aquella habitación. Lo eran también la iluminación, las vistas (virtuales) y la atención que recibían todos los que pasaban allí sus últimos años de vida.

Los robots se encargaban de que fuera así.

—Tiene usted una visita, Sr. Cook —le dijo al anciano una perfecta y agradable voz femenina. Una sintetizada, claro.

—Que pase, por favor. Le estaba esperando —contestó él.

Hacía mucho que el anciano no recibía visitas. Qué ironía, pensó. Hubo una época en la que precisamente lo que le sobraban eran esas visitas. Ahora añoraba todo aquello. Hasta cierto punto.

Aquel periodista había contactado con él por sorpresa, mencionando que se llamaba Harry -sin más- y que trabajaba para un medio local. Estaba interesado en revisitar su historia, le explicó. “Me gustaría saber cuándo cambiaron las cosas. Querría tratar de entender qué falló y cómo aquel gigante acabó desapareciendo“.

—Buenas tardes, Sr. Cook. Encantado de conocerle —dijo Harry con una sonrisa sincera, estrechándole la mano.

—Encantado, Harry. Me sorprendió su llamada. A nadie le suelen interesar las historias de fracasos. No al menos cuando han pasado tantos años y las lecciones han quedado bien aprendidas.

—Precisamente por eso quería conocerle y hablar con usted. Creo que esas lecciones siguen siendo valiosas. Además, el tiempo da a menudo perspectiva a todo. Incluso a los fracasos.

El Sr. Cook echó una segunda mirada a aquel periodista y sonrió. “Vaya“, pensó, “Puede que esto no esté tan mal“.

—Usted dirá —sugirió el anciano.

—Como le comenté en la holollamada, quería saber cuándo se torcieron las cosas. Si hubo un momento concreto. Si usted se lo olía, vaya.

—Por supuesto que me lo olía. Todos lo hacíamos. De hecho todos lo hacían, pero daba igual. Éramos demasiado grandes e importantes para que nadie aceptase la realidad. No podíamos fracasar. Éramos inmortales.

—Y ese fue su gran error —concluyó Harry.

—Exacto.

—Hábleme de Minnie.

El Sr. Cook bajó la cabeza. ¿Cómo podía acordarse nadie de aquello? Fue un detalle nimio de aquella presentación que parecía una de tantas. Nadie le prestó atención. Al fin y al cabo no había sido más que un guiño simpático a algo que parecía formar parte de la cultura de aquel gigante.

minnie
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El anciano cogió aire y comenzó a hablar. Llevaba tiempo queriendo hacerlo, y se le notaba. Lo hizo como si hubiera ensayado aquel discurso una y mil veces. Como si fuera parte de una última presentación. Una con la que al fin podría despedirse, algo que no le dejaron hacer cuando todo ocurrió.

—Minnie fue solo un síntoma. Uno más de los muchos que provocaba aquella enfermedad invisible, mezcla de prepotencia, de ceguera, de orgullo, y de nuestro propio endiosamiento. Como le decía, parecía imposible equivocarse. Como usted sabrá, en aquella conferencia el debate sobre nuestra capacidad de innovar era una constante. Nuestros defensores argumentaban que nuestra estrategia era la adecuada, que las disrupciones que provocaron el iPod, el iPhone o el iPad no podían repetirse con tanta frecuencia. Las mejoras iterativas funcionaban, o al menos eso era lo que creíamos. Las arcas estaban más llenas que nunca y nos permitíamos lujos que a posteriori nos saldrían muy caros.

—¿Lujos? —preguntó Harry.

—Nuestra actitud no era humilde. Nunca lo fue, cierto, pero aquello se agravó con los años. No participábamos en conferencias, no recogíamos premios, no interactuábamos con el resto de la industria. Como mucho dejábamos que los demas interactuaran con nosotros. Si nos convenía. Aprovechábamos el trabajo de muchos otros, pero pocas veces compartíamos el nuestro, y si lo hacíamos era de una forma interesada. Para capturar más cuota, o más usuarios, o más dinero.

—Pero el problema no fue ese —sugirió el periodista.

—No, no lo fue. El problema real fue que nosotros mismos nos creímos inmortales e invulnerables. No había que crear nuevas disrupciones porque ya estaba todo inventado. Al menos, todo lo importante. Y lo habíamos hecho nosotros.

—Eso es un poco exagerado, ¿no cree?

Cook sonrió.

—En aquella época no lo era.  Cambiamos el mundo de la música para siempre, cambiamos la tecnología móvil para siempre y tuvimos el acierto de saber lo que la gente quería.

—Hasta que dejaron de acertar

—Sí. Y entonces recurrimos a Minnie y los fuegos artificiales. A muchas Minnie, en realidad. A mejoras tacañas, menores, efectistas. Muchas de ellas sin originalidad alguna, pero disfrazadas con ese halo que aún teníamos. El de que todo lo que hacíamos le permitía a la gente “molar”, como se decía entonces.

—Entiendo ¿Qué pasó en aquella WWDC de 2016?  —preguntó inquisitivamente Harry

—Aquella fue simplemente una piedra más en el camino. Recuerdo que antes del evento todos seguíamos regodeándonos, endiosados y ensimismados. Creyendo que seguíamos haciendo grandes cosas. Pero en aquella conferencia sí es cierto volvimos a reconocer errores del pasado. No lo hicimos abiertamente, claro. Eso hubiera sido una muestra de debilidad. Lo hicimos anunciando la apertura de algunos desarrollos que por fin podían ser aprovechados por la comunidad de desarrolladores. Como Siri o Messages. Incluso creamos aquel proyecto llamado Swift Playgrounds para que los niños programaran en sus iPads con nuestro lenguaje de programación.

—Aquello no era suficiente, claro.

—Por supuesto que no. Eran solo balas de fogueo de una estrategia que se hundía porque no innovábamos lo suficiente. Todo eran refritos de cosas que los usuarios demandaban, y ahí estaba la clave: que acabamos haciendo lo que ellos querían, no lo que nosotros pensábamos que acabarían queriendo.

—Entiendo.

—Sí. Venía ocurriendo desde hacía tiempo, por supuesto. Quisiéramos o no el que Steve nos dejara marcó un antes y un después. Íbamos sobre seguro porque nos funcionaba esa filosofía, pero incluso teniendo oportunidades para repetir éxitos, no las aprovechábamos. Habíamos reinventado mercados que parecían asentados -la música, la telefonía, la propia computación- pero no pudimos repetir aquello con el Apple Watch, con Apple Music o con el Apple Car. Dejamos de ser diferenciales en lo que importaba.

—¿En lo que importaba?

—Sí, renunciamos a los principios del pasado -simplicidad, eficiencia, incluso aquello del ‘it just works‘ al que solíamos hacer justicia- y nos despistamos en todos los terrenos. Tanto en hardware como en software. De repente todo eso ya no importaba tanto. Mientras estuviera bien diseñado, lo demás era secundario. Y siempre podíamos disfrazar todo lo que creábamos. Añadir unos fuegos artificiales.

—Como los de aquel anuncio de Messages.

—Exacto. Nuestra aplicación de mensajería había nacido con esos principios de simplicidad, y de repente se convirtió en una pantomima que trataba de imitar tendencias del momento. Esos emoticonos gigantes, garabatear mensajes, sustituir palabras por emojis de forma automática, aquellos fondos de pantalla animados (con fuegos artificiales, como riéndonos de nosotros mismos)… Aquello era la caricatura perfecta de una generación conquistada por la pereza. Por la ley del mínimo esfuerzo. Si puedo decírtelo con un emoji, mejor. Y si me generas tú mismo la respuesta, fantástico. Adiós a la elegancia y al minimalismo, hola a la sobresaturación y a la transformación de una comunicación que no sabíamos cuánto duraría. Y ni siquiera hicimos lo que hubiera sido lo más lógico del mundo: si queríamos que la gente se comunicara con Messages, deberíamos haber abierto la aplicación a Android, algo que otros como BlackBerry entendieron tarde. Para nosotros eso era una herejía, por supuesto: Messages tenía que ser exclusivo. Para la élite. Y así nos fue.

—Entiendo. Pero volvamos a Minnie.

—Minnie era, como le decía antes, un síntoma de que todo se derrumbaba. Vendíamos más relojes que nadie, pero lo hacíamos porque éramos Apple y la gente creía en que nuestros productos eran diferenciales. No lo eran. En watchOS 2 liberamos teóricamente al reloj del yugo del smartphone con aplicaciones nativas, pero aquello no tenía mucho sentido sin un reloj realmente autónomo en materia hardware. Así que en watchOS 3 se trataba de añadir fuegos artificiales. Hicimos mejoras importantes en la velocidad de lanzamiento de las aplicaciones e incluso añadimos una útil función de llamadas de emergencia, pero también sobrecargamos aquella interfaz: quisimos convertir al reloj en un teléfono: su Control Center propio o el reconocimiento de escritura eran dos temas absurdos, pero teníamos que vender el sistema, así que acudimos a la mueca fácil. A los fuegos artificiales. Y ahí es donde entraba Minnie. Un simple personaje de dibujos animados que estuvo 20 segundos en aquella gigantesca pantalla y que sirvió para que una vez más nuestros fans no pensaran en que algo fallaba si algo así era una novedad lo suficientemente importante para vender un reloj. Por no hablar de esa opción que nos “enseñaba a respirar”, y que de nuevo trataba de situarnos como líderes en esa faceta de la cuantificación y el impulso de la actividad física. Bastaba con meter una cuña con una frase de algún doctor que nadie conocía y del que la gente se fiaba -porque nosotros le citábamos- y listo, ya teníamos característica destacable. Más tarde llegaría el Apple Watch redondo con eSIM, pero la batalla estaba perdida en otro campo: el de los asistentes de voz.

breathe

—Cierto. Tenían aquel asistente, cómo se llamaba, ¿Sara?

El Sr. Cook emitió un bufido.

—Siri. Se llamaba Siri. Fuimos los primeros en ofrecer esa característica, pero no la concebimos de forma ambiciosa. Todos nos superaron, claro. No entendimos el potencial de la inteligencia artificial, así que de nuevo disfrazábamos el potencial de nuestro asistente. Lo llevamos por fin al escritorio, añadimos integración de servicios como Uber, nuestra aplicación de domótica o nuestro Apple TV, pero seguíamos centrándonos en la mueca fácil. En dotar a Siri de cierta personalidad y cierto tono prepotente. Porque nosotros mismos éramos prepotentes. Y así se nos escapó aquella revolución fundamental. Una que dejamos pasar y que nos condenó definitivamente.

—Sí que movieron ficha al respecto, ¿no es así? Con aquello del reconocimiento facial.

—Tonterías. Aquello llamó la atención, pero la opción no era nueva y simplemente tratábamos de competir con un Google Photos que nos había adelantado por la derecha una vez más. Lo hicieron en 2008 con Picasa Web Albums, y cuando reaccionamos con iPhoto’09 nos volvieron a superar con ese reconocimiento facial en Picasa 3.5 en local. Por si fuera poco, alguien dio en el clavo: ese sistema de clasificación que parecía mágico podría haber sido programado casi por cualquiera. Una vez más nos sentábamos sobre los hombros de gigantes.

—Pero también descuidaron otros muchos campos.

—Desde luego, pero de nuevo no nos parecían relevantes. Tomemos como ejemplo macOS, que durante años se había llamado Mac OS X y más tarde se llamaría “OS X” a secas. Las mejoras en aquel sistema operativo acabaron siendo mínimas, mero maquillaje, pero aquello nos parecía lógico: el usuario ya no estaba en el escritorio, sino en el móvil. Teníamos que poner la carne en el asador de iOS. Y eso hizo que en aquella conferencia de nuevo no añadiésemos más que fuegos artificiales. Desbloqueo con el smartwatch o el iPhone a través de iTouch -algo que otros ya habían hecho, como siempre-, soporte de pestañas -cuando aquel concepto no era para todo, ni para todos- o aquel efectista sistema que permitía reproducir vídeos en modo PiP. Lo único destacable fue la integración de Apple Pay vía web, pero aquellas mejoras eran de nuevo menores, no nos apetecía trabajar en máquinas que no iban a estar con nosotros mucho más tiempo. El iPhone era nuestro caballito ganador. Y lo mismo ocurría con tvOS, un sistema operativo que nació muerto porque nadie quería añadir más complejidad a un dispositivo que se supone debía ser tonto. Nuestra propuesta software -aplicaciones en la televisión, ¿para qué?- se unía a mejores prestaciones en las búsquedas y la integración con Siri, pero no podíamos competir con alguien que como Netflix había entendido que la simplicidad era clave aquí. Como siempre.

—Ni siquiera iOS avanzaba como querían

—Puede que en otros productos viéramos debilidades, pero no las veíamos en iOS, al que seguíamos dotando de más y más capacidad. Pero también de más complejidad, claro. Más opciones desde la pantalla de bloqueo, vídeos integrados y respuestas en las notificaciones y mensajes, mapas más proactivos, e incluso un nuevo diseño para Apple Music que seguía tratando de esconder el hecho de que era una copia de Spotify. Y no precisamente una copia mejorada, que era lo que habíamos logrado en el pasado. La novedad, fíjese usted, era que ahora dábamos soporte a las letras de las canciones.

—No lo recuerdo, la verdad —admitió Harry.

—Por supuesto que no, hijo, por supuesto que no.

Harry sonrió. Aquel anciano le caía bien. Los años solían hacer eso: dar perspectiva y entender la realidad desde un punto de vista que no era el propio.

—Les criticaron mucho por no presentar hardware. ¿Por qué no hacerlo?

—El ciclo de renovación de los portátiles se había alargado, así que queríamos esperar a los nuevos procesadores de Intel y a poder integrar algunas mejoras que creíamos que iban a despertar un interés importante. Lo hicieron cuando al fin presentamos aquellos MacBook Pro con pantalla OLED, pero la gente acabó cansándose. Abandonamos a usuarios fieles que nos habían dado su confianza con productos aspiracionales como el Mac Pro o las pantallas Thunderbolt Display, pero tardábamos demasiado en dar opciones. Así que como mucho manteníamos el envase cambiando algún componente interno sin más… y siempre que no nos costase demasiado esfuerzo. Aquello nos distraía, y como le decía antes, el menene tenía que estar en el iPhone.

—Pero el iPhone no les salvó. Y tampoco lo hizo el reloj, o su coche.

—No, pero esa es otra historia, y lo cierto es que estoy algo cansado, Harry. Si no le importa me gustaría dejarlo por ahora y descansar. Podemos volver a hablar más adelante si quiere —dijo el Sr. Cook visiblemente fatigado. Habían sido demasiados recuerdos. Demasiadas certezas tardías.

—Por supuesto, Sr. Cook. Descanse. Me mantendré en contacto.

Harry abandonó aquella habitación perfecta y al instante apareció una imagen con un androide -qué ironía, pensó el anciano, que tuviera que aguantar a Android por doquier- que quiso interesarse por su estado.

—¿Está Vd. bien, Sr. Cook? —preguntó con su agradable voz

—Sí, gracias. Simplemente querría descansar un rato. Despiérteme de mi holosueño en dos horas —contestó el anciano mientras se tumbaba en aquella perfecta e impoluta cama.

—Por supuesto.

—Una cosa más —inquirió el Sr. Cook.

—Claro, Sr. Cook, dígame.

—Póngame una película en la holopantalla para que me entre el sueñecito.

—¿Qué querría ver Vd?

—Bueno, algo que me recuerde los buenos y viejos tiempos. Supongo que has prestado atención a la entrevista. A ver qué se te ocurre.

—No hay problema, Sr. Cook. Que descanse.

Las luces se apagaron y el anciano se puso su holodispositivo. Una elección perfecta, pensó mientras veía aquellos primeros instantes de esa producción de finales de los 90. Sonrió. Siempre lo hacía con aquella fantástica historia que se ajustó mejor que nunca a aquellos primeros años de Apple.

‘Los piratas de Silicon Valley’ era un peliculón, pensó. Buenos y viejos tiempos. Suspiró y se dijo que quizás podría dejar lo de dormir para más tarde.


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