La victoria más importante de mi vida
Mi padre jamás se dejó ganar a nada. Nunca. No digo ya contra rivales normales, no: jamás se dejó ganar por nosotros, sus hijos. Qué fuerte, papá. Carne de tu carne, como quien diría. Don Valentín era mucho Don Valentín, y cuando se trataba de deportes -y en realidad, de cualquier otra cosa- nos inculcó un espíritu competitivo importante.
Eso, claro, provocó muchos disgustos. Llevo jugando al tenis toda mi vida gracias a aquella afición suya, y durante los primeros años mi hermano y yo lloramos mucho y rompimos muuuchas raquetas por derrotas y rabietas. Para que entendáis aquella cultura competitiva, un detalle: mi padre podía protestar y negarse a malgastar dinero en otras cosas o caprichos, pero jamás -jamás, insisto- protestó por aquellas raquetas rotas. Nunca.
El caso es que aquella, fuera o no la mejor forma de animarnos a jugar, funcionó. Mientras otros niños de la urba donde jugábamos acababan apuntados a clubes o con profesores particulares y despuntando un par de años para no volver a jugar jamás -hartos de haber convertido una afición en una obligación- nosotros tuvimos la suerte de ver el tenis como lo que continuó siendo siempre para nosotros: un juego. Uno muy divertido. Cuando por fin nos dejó entrar en una pista (pasamos dos o tres años dándole al frontón para coger la mecánica de los golpes, de profes nada, repito) lo hizo sabiendo que a esas alturas ya podríamos pelotear tranquilamente. Y así fue. Y entonces ya no solo empezamos a jugar entre mi hermano y yo. Empezamos a jugar contra él.
No sé cuántos partidos perdí con él, pero fueron muchos. Incontables. Pero lo que sí recuerdo como si fuera ayer es aquel primer juego ganado. No recuerdo el primer set o el primer partido, no. Recuerdo el primer juego, y lo recuerdo como un hito alucinante. Como cuando la gente te cuenta que ha corrido un maratón. Era algo imposible de lograr. Para mí aquello era básicamente tan difícil como ganar un Roland Garros. No podía ser. Y entonces le gané un juego. Y no recuerdo haber sentido nunca un orgullo (deportivo) mayor en toda mi vida.
Fue la victoria más importante de mi vida.
Así que cuando hace unos días leía en Nautilus esta prodigiosa historia de un padre, una niña y el ajedrez no pude evitar acordarme de aquel primer juego ganado. Como en esa historia -ya lo he mencionado alguna vez- también me aficioné al ajedrez, y como contaba el autor también acabé jugando contra mi padre y ganándole. El artículo sirve de base para un hecho demostrado -aprender cosas nuevas cuesta más
contracuanto más mayor eres- y otro menos conocido: que aprendemos esas cosas de forma distinta a medida que nos hacemos mayores. Más defensivamente, con menos ganas de jarana y de riesgos. Más sabe el diablo por viejo, ya saben ustedes. Y entonces uno llegaba al fantástico párrafo final en el que el padre contaba lo que había sentido al ganarle sus dos últimas partidas a su hija (negritas mías):
the only thing harder than losing to your daughter in chess is winning against her
La historia, como digo, es prodigiosa, tanto por el tema como por su desarrollo. Porque estoy seguro de que disfrutar de una misma afición o deporte con tus peques no tiene precio. De hecho es una de esas cosas que espero con un sentimiento contradictorio: quiero machacar a mis niños al FIFA, al tenis o al ajedrez, y por supuesto quiero que ellos acaben machacándome a mí.
Pero sobre todo quiero que eso tarde en llegar para poder disfrutar de todo lo que tiene que venir antes. Y que sus derrotas duren (un tiempo al menos, que yo también tengo mi corazoncito), y que las mías, cuando se produzcan, lo hagan sintiéndome orgulloso de que, como mi padre, jamás me dejé ganar.
Qué grande era. Va por él.