La presbicia era esto

Cena con amigos tras tiempo sin vernos. Abrazos y besos, risas, y lo que suele pasar: tienes tantas cosas que contarte que pasas de elegir menú hasta que alguien lo dice. "Oye, habrá que pedir algo, ¿no?". En esas escaneo el código QR de la mesa: parece que algunos restaurantes se resisten a poner la carta física a pesar de que la pandemia está un poco aparcada.
Y en esas me veo con mi móvil a dos metros de distancia intentando leer lo que pone en la pantalla. Rollo Reed Richards, el hombre fantástico. El que estiraba sus brazos —y todo lo demás, aunque uno siempre se pregunte si lo otro también— como si fueran de goma. Es algo habitual si me toca leer algo con letruja: tengo que ponerlo a distancia o no veo más que unas manchitas.
Es la condena de la presbicia.
Hablé de ella hace año y medio. Empezaba a notar que la cosa se ponía peligrosa, y de hecho mi experimento con Game Pass y xCloud de entonces fue un fracaso precisamente por eso: los juegos de la Xbox no se pensaron para la pantalla del móvil, y a menudo textos, objetos de la interfaz y menús aparecen demasiado pequeños. Total, que no disfrutaba del tema. Lo dejé.


No me había acordado mucho de aquello hasta la susodicha cena. Cuando me esforzaba por leer la carta, una de las chicas me acercó unas gafas. "Toma anda, prueba, son para la presbicia, estoy igual". Me las puse y aquello fue como un milagro. Como lo que sale en las pelis cuando una imagen está desenfocada y de repente pasa a estar totalmente enfocada.
Pues así era el efecto cuando me ponía la pantalla del móvil a la distancia "normal de siempre". Me las quitaba y no podía distinguir ni una letra. Me las ponía y de repente recuperaba la vista de cerca. Ole.
Aquello fue la primera señal de que ya tocaba hacer algún cambio. La otra llegó el otro día, con el reconocimiento médico de la empresa. Cuando llegué, lo de siempre, una atractiva doctora me dijo que me quitase todo leyese un texto en la pared. Eran párrafos con letras cada vez más pequeñas. El de arriba del todo, cero pelotero. El segundo a duras penas. La doctora, paciente, me dijo que igual iba siendo hora de comprar unas gafas de presbicia. Que intentara no comprarlas en farmacia, y que las usase solo cuando las necesitase, y nunca de lejos, claro.
Y eso hice. En una quedada posterior, sin comerlo ni beberlo, pasé por una óptica con mi mujercita y me dije "oye, esto es la señal definitiva". Entré, pedí unas gafas de presbicia "de 1" (digamos que para presbicias incipientes, no estoy seguro de a qué se refiere esa esscala) y me dieron unas de 15 euros. Me las probé junto a otras "de 2" que aumentaban y "enfocaban" aún más, y me quedé con las primeras. Ya habrá tiempo de las otras cuando la cosa avance.

El caso es que las he usado muy poquito: el otro día con una pequeña operación de bricolaje en casa, y esta semana con un par de sesiones a Game Cloud en el móvil. Eso era lo que realmente me intrigaba: si con esto la cosa tendría más sentido.
Y vaya si lo tiene. Tampoco es que haya jugado mucho —un poco al NBA 2K22, un poco al Forza Horizon 5, un poco al Battlefront II— pero la diferencia es abismal, y ahora entiendo que efectivamente usar el juego en la nube en el móvil sí tiene un encanto bastante potente. Creo que puede ser una alternativa fantástica en viajes y vacaciones, por ejemplo, y aquí tenéis a uno que intentará no olvidarse ni de las gafas ni del mando de la Xbox en la próxima escapada.

Esas son las buenas noticias. Las malas, para mí y para todos vosotros, es que la presbicia, si no os ha llegado, probablemente lo haga: los datos revelan que afecta al 45% de la población española, y aunque la cosa se solventa con las citadas gafas, es una gaita. Una señal inequívoca, por cierto, de que uno se va haciendo mayorcito.
Igual tengo que hacer el próximo salto con las gafas. Uhm.