La era del morro
En este mundo hay dos tipos de personas: las que tienen morro y las que no. Esa división es parecida -pero no igual- a la que divide el mundo en gente capaz de pedir favores y gente que no los pide salvo en casos extremos.
Lamentablemente, el mundo es de los que tienen morro y piden favores. Los que no lo tenemos y nos los pedimos no solo cometemos el error de no tenerlo/hacerlo, sino el de no tener
los huevoslas narices suficientes como para pararles los pies a gente que se aprovecha una y otra vez -de forma recurrente e infinita- de nuestra educación, timidez, o simplemente, de nuestra estupidez.
Últimamente me enfrento a muchas situaciones de este tipo, y parece que los (y las) sinvergüenzas salen de detrás de los arbustos. Quizás sea el ambiente general que se respira en nuestro país: las corruptelas y los avispillas profesionales no paran de salir en portadas, triunfantes y siempre con ese extraño halo que hace que más que condenarlos mucha gente acabe admirándolos. Es un “mira, se ha salido con la suya” de libro que a los españolitos de a pie nos encanta descubrir. Una demostración más de que la picaresca sigue funcionando, y de que además lo hace sin que nadie parezca ser responsable. Balones fuera, yo confiaba plenamente en mi marido, etcétera etcétera. Es la era del morro.
Pero volvamos a los sinvergüenzas de a pie, esos que no tienen cuentas en Suiza o en algún otro paraíso fiscal. Esos que rapiñan con la educación, la ingenuidad y nuestros miedos sociales, aprovechándose del prójimo como si fuera lo más normal del mundo. Me pasa como a tanta otra gente: detecto a los listillos a la legua, pero no se lo digo a la cara. Me callo y no les digo lo que pienso. Por educación y por una estúpida e innecesaria sensación de que eso no está bien. Que hay que convivir con esa gente, que hay que dejar pasar estas cosas y dejarlo estar, que diosmíonolevoyadecirloquepiensonovayaaserquemeodieyesoseriahorribleporquecomoalguienmepuedeodiarcuandosoloestoysiendounpocoegoístaconmigomismo/a.
Qué estupidez.
Ayer viví una de esas situaciones. No me afectaba directamente, pero sí indirectamente. Detectar que alguien se está aprovechando de ti y saber lo que hacer es fácil. Detectarlo cuando se lo están haciendo a alguien cercano a ti y saber lo que hacer al respecto lo es aún más. El personaje o la personaja en cuestión (este post está dedicado a ti, caradura de
los cojoneslas narices) ya tenía un largo historial como avipislla profesional, pero lo que hizo fue de nota. Ser padre/madre de un niño/a que no tiene culpa de nada y escaquearse de cuidarle/a un día sí y otro también es una cosa. No coger jamás vacaciones que coincidan con las del niño/a para no tener que aguantarle/a en esas fechas otra. Aprovecharse de una enfermedad de alguien cercano para soltarlo/a una vez más, otra muy distinta. No por la tragedia en sí, que lo es. Es por el hecho de que el/la caradura de
los cojoneslas narices soltó al niño/a no para consolar a su pareja, no. Lo hizo para poder quedarse toda la tarde tan tranquilo/a, jugando al Candy Crush.
Al Candy Crush.
A punto estuvo de superar todas mis trabas sociales y culturales y decirle cuatro cosas. Sin mencionar que también hubiera podido practicar el noble arte del boxeo, que lo tengo oxidado. Daban ganas de eso y de muchas cosas más, pero una vez más venció la educación. Esa bendita educación que permite que el mundo no se convierta en algo mucho peor y que afortunadamente nos diferencia un poco de esa gentuza. Ellos y ellas nunca lo entenderán, claro. Vivirán felices en ese mundo en el que lo de pedir favores porquetengoderechoatodosellos es lo normal aunque luego jamás piensen en nada más que en ellos/as.
Afortunadamente los buenos/as sabemos ver la diferencia, y dormimos muy tranquilos/as -calentón arriba, calentón abajo- sabiendo que a todo cerdo le llega su sanmartín. Que arrieritos somos y en el camino nos encontraremos. Que donde las dan las toman, vaya.