El paraíso existe pero no te voy a decir dónde está

El paraíso existe pero no te voy a decir dónde está
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Cada uno tenemos nuestros pequeños paraísos. En mi casa, por ejemplo, tengo uno. Un rinconcito en mi terraza en el que, si el tiempo acompaña, me siento con los pies apoyados en ella y leo (a veces Twitter y chorradas en el móvil, a veces novela y ensayo) o pienso. A veces alcanzo el Valhalla si acompaño el momento de unas pipas y una Mahou o una Fanta, o por qué no, un Nesquik, según el momento.

Pero en los últimos años hemos encontrado nuestro particular paraíso vacacional. Repetimos año tras año, y lo alucinante es que cada año es mejor. Este año, de hecho, ha sido espectacular. El pequeño Javi no paraba de decir "es el mejor verano de mi vida, papá", y lo cierto es que también ha sido uno de los mejores para mí. Hemos conocido a gente fantástica, hemos captado algún candilazo —leed esto si os place, es fantástico— y hemos hecho algo que se va volviendo difícil de hacer.

Hemos generado nuevos recuerdos.

A ver, no me entendáis mal. Por supuesto que no paramos de generar recuerdos. Pero me refiero a recuerdos especiales. Esos que rememoras con una sonrisa y un "qué fantástico fue aquello". Y de esos ha habido unos cuantos estos últimos días, y eso, queridos lectores, es impagable.

Dice Sabina —y he citado esto alguna otra vez— que "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver". Tiene razón: lo normal es que revisitar esos sitios acabe en decepción y amargue ese recuerdo especial. De repente ni el cielo es tan azul ni el vino no sabe tan bien. Pero milagro de los milagros, nuestro sitio especial, nuestro paraíso, no nos traiciona. No al menos por ahora.

¿Y sabéis qué? Que no os pienso decir qué sitio es. No aquí. En realidad ya lo he contado alguna vez, pero quería quedarme con esa otra idea. La de que cuando la gente descubre algún sitio especial ya no comparte su secreto. No vaya a ser que se lo estropees.

Es algo que parece estar pasando poco a poco. Los lugares especiales están dejando de serlo porque los estamos masificando. El año pasado nos ocurrió por ejemplo con Santorini, que hacía años que queríamos ver y que nos pareció precioso y artificial y triste. Es un pueblo de postal convertido en un escaparate turístico. En un exponente más de la fiebre por el yo estuve allí. Nosotros fuimos culpables, ojo: nos contagiamos, como el resto de los borregos, y vagamos por sus calles para luego sacarnos la foto de rigor de las cúpulas azules. Lo hicimos junto a otro millón de personas y comprobamos, al ir de Fira a Oia —que es donde están— que estos dos pueblecitos son un engañoso oasis: todo precioso, cuidado y perfectamente diseñado para el turista, mientras que el resto de la isla era un secarral en el que infraestructuras y casas (y chabolas) horrorosas mostraban la cara B de la cinta.

Y la cosa no va a menos, sino a más. En los últimos días leo cómo en Santorini están pensando en limitar los cruceros, en Palma de Mallorca vas a tener que reservar hueco en la playa con una app —por Dios—, en Seúl ponen toques de queda, en Japón los turistas pagan más —o los que hablan japonés, menos—, y en Islandia fríen a impuestos a los visitantes, como en Venecia. Hay ejemplos de estos a toneladas, lo que también está generando una lógica turismofobia en núcleos urbanos y rurales de todo tipo. Y mientras, la gente quiere hacer su particular agosto, y nunca mejor dicho: en Ibiza la gente se muda a caravanas en temporada alta para alquilar sus casas a turistas, por ejemplo. Que aquí el que no corre vuela. Es alucinante y triste y terrible, y agrava un problema que parece que va a peor.

Y por eso quien encuentra un pequeño paraíso no suele decirlo en voz muy alta, no sea que se lo estropeen. Porque los paraísos públicos son infiernos públicos de temporada alta. Y si no lo son ahora, pueden acabar siéndolo.

Disfrutad de las vacaciones. Y si conocéis algún paraíso, ya sabéis. No se lo digáis a nadie.

P.D.: Podéis contármelo a mí por correo, eso sí.

Imagen | Quino AI