El loco que resultó no serlo

Érase una vez que se era un país gigantesco en recursos y riqueza que tenía por rey a un loco. El rey había accedido al trono destuyendo a sus enemigos por sorpresa. Empezó su ascensión de forma inofensiva: tan solo era un noble más que solo destacaba por su riqueza, obtenida de turbios negocios con naciones en las que su fortuna fue medrando.

Pero ocurrió que aquel noble acumuló tal cantidad de riquezas que acabó hastiado de ellas. Así que se propuso un reto singular: llegar a ser el rey de aquel país que hasta ahora jamás le había contemplado como tal. Aquello parecía absurdo y loco, y todo lo que hacía aquel noble seguía precisamente ese patrón: errático y populista, sus locas ideas acabaron convenciendo a generales y a otros nobles que pronto comprobaron algo interesante: aquel loco quizás no lo estaba tanto. Y de paso, se dijeron, medraremos nosotros también.

Y así fue como en un giro singular de los acontecimientos aquel noble acabó por ser rey. Compró favores, compró lealtades y compró mentes. Compró un reino, y el pueblo asistió asombrado a una coronación que se antojaba imposible tan solo un año antes. Aquel loco que no decía más que desvaríos no podía llegar jamás tan lejos, decían unos. Este es un país razonable, con una historia honorable, decían otros.

Todos se equivocaban. Todos menos el rey loco.

Su reinado fue tumultuoso durante los primeros años de su ascensión, pero los seres humanos, que acababan acostumbrándose a todo, también acabaron acostumbrándose a sus locuras. El mundo asistía asombrado las decisiones del monarca que dominaba la nación más poderosa de la Tierra y que amenazaba constantemente con romper el equilibrio al que tanto había costado llegar. Pero el rey loco continuaba su particular cruzada, y nadie parecía poder detenerle.

Nadie excepto el emperador silencioso. Gobernante de un gran país que competía con el del rey loco en recursos y riquezas, durante décadas ambas naciones habían mantenido una batalla silenciosa pero aparentemente cordial.


Y aquí termina la introducción y mi intento de hacer el post un poco más entretenido. Pero es que chavales, inventar cuentos y contarlos cansa. Ya me decís si otro día mantengo el ritmo.

El caso es que para los que no lo hayáis adivinado, el rey loco es Donald Trump, claro. Y el emperador silencioso, el presidente y dictador chino, Xi JinPing. Pretendía seguir hasta el final con la analogía, pero igual se me iba a ir de extensión y quería ir al grano.

¿Y cuál es el grano, os preguntaréis? Pues un descubrimiento sorprendente: el de que Trump, al que tenía por un loco, quizás no lo esté tanto. O no al menos en esa particular guerra comercial que sostiene con China. Lo vengo pensando desde hace unos días, y quería compartir con vosotros la reflexión tras leer una columna de opinión estupenda del Washington Post titulada 'Trump has the right strategy on Beijing. As a Chinese dissident, I’d know' (algo así como "Trump tiene la estrategia correcta con Pekín. Como disidente chino, lo sé bien").

Que yo sepa y recuerde el mundo le ha tendido a China una gigantesca alfombra roja para que sus empresas y ciudadanos campen a sus anchas por donde les apetezca. Si no vivís en España probablemente no lo sepáis, pero aquí muchos ya no podemos vivir sin los "chinos", esos establecimientos que abren 24/7 y en los que puedes encontrar ese brik de leche o esa barra de pan (blandurris) cuando parecía imposible o en donde las cartulinas de goma EVA (he tenido que mirar cómo se escribe) y los packs de vasos y platos de plástico para montar un cumple salen a precio de AliExpress. Todo está tirado y todo está siempre ahí, esperando para que lo compres. Es algo así como tener tiendas físicas de Amazon en cualquier barrio de muchas grandes ciudades en España. Desde luego ocurre en Madrid, y supongo que la cosa se repite en muchas otras zonas.

Pues con los "chinos" como con todo lo demás. Lo noto mucho en la entrada de los fabricantes de móviles en nuestro país. La llegada de Xiaomi a España fue un hito histórico, y el otro día la apertura de la primera tienda física de AliExpress en Madrid congregó a miles de personas, apiñadas para ver si podían rascar algún boli gratis o, ya puestos, algún patinete. Porque otra cosa no, pero si en una apertura de una tienda regalan algo, allá que vamos todos los españoles, que en esto sí que estamos unidos a tope. Para que luego dicen que es difícil encontrar nexos y tal.

Pero me estoy yendo por las ramas, como siempre. El ejemplo de la alfombra roja en nuestro país es muy claro, pero lo mismo ha ocurrido en todo el mundo. El problema no es el de que las empresas chinas puedan hacer negocio aquí, que lo hacen a lo bestia. El problema viene cuando somos nosotros los que queremos hacer negocios allí. El gigante asiático se lo pone crudo a los de aquí y a los de allí.

Son famosos los casos de Apple y de Google intentando hacer negocios en China. La primera lleva años aprovechando la mano de obra china, barata y especializada a más no poder, para producir todos sus cacharros, pero una cosa es eso y otra tratar de ganar a las Huawei, OPPO o Xiaomi en su propio mercado. Ya en 2014 lo decían en Marketwatch: "Apple puede fabricar iPhones en China, pero buena suerte si quiere venderlos allí". Y así está Apple, con un 9% de cuota (y bajando), quinta en el mercado chino. La segunda trató de poner en marcha su buscador allí, pero no pudo competir con Baidu y acabó desistiendo tras el ataque de crackers chinos a Google y otras empresas tecnológicas de Estados Unidos.

Son solo dos ejemplos de empresas que han intentado hacer negocios en China y han tenido que bajarse los pantalones hasta límites insospechados para poder siquiera empezar a hacerlo. Apple, que por ejemplo presume mucho de adalid y defensora de nuestra privacidad, se queda calladita y mira a la Meca cuando vende sus iPhones en China, porque allí las autoridades pueden acceder a los datos de iCloud si lo necesitan. Google, que llevaba desde 2010 sin presencia con su buscador, se puso a trabajar en Dragonfly, una versión descafeinada y censurada por el gobierno chino que les permitiría volver a entrar allí. El proyecto se canceló este verano.

Y como digo, son solo dos ejemplos de una larga lista que afecta en gran medida a las tecnológicas -que es lo que yo conozco- pero que supongo que afecta de igual forma a otras muchas empresas en otros muchos sectores. A China le gusta que le den gustirrinín, y como allí hay 1.000 millones de chinorris dispuestos a consumir tu producto si el gobierno te deja, pues igual no es mala idea llevarle unos jamones al Sr. Jinping, por si cuela y te deja montar una sucursal en Shenzhen. Que dudo que te deje.

Hasta ahora los gobernantes del mundo entero parecían estar tan tranquilos con la situación. "Oye, pues no nos va tan mal así. Nosotros fabricando allí a precio de p*** y ellos tan felices poniendo a sus chinorris a trabajar para que se mantengan ocupados y no monten un cisco rollo Tiananmén". Todos ganamos, oiga. Que vivan los win-win. Pero es que esto no es un win-win, señores. Aquí China lleva décadas reforzando esa posición de poder y nadie le decía ni pío. Ni los nuestros -ya ves tú qué van a decir los nuestros, bastante tienen con lo que pasa aquí, que es la mar de entretenido- ni los del resto del mundo.

De Estados Unidos uno espera precisamente que tenga más carácter en esto, pero resulta que no. La primera potencia mundial se ha arrugado como todas las demás ante el mundochollo chinawa, y presidente tras presidente la postura siempre ha sido la misma. Muy bondiana, ella. Ya sabéis. Vive y deja vivir.

Y entonces llega Trump, el presidente loco, y se le pone en los cojones las narices que no. Que ya está bien de tanto cachondeo y de que Jinping y los chinorris se aprovechen de nuestro buenismo. Qué va a ser esto, señores. Que somos los Estados Unidos y yo soy Donald Trump. El de Make America Great Again, ya sabéis. Y al tipo se le ocurre que está harto de tanto besarle el trasero a los chinos y se monta de buenas a primeras una guerra comercial. Primero se la tira a ZTE, así, como de mosqueo.

Luego, palabras mayores, amenaza con destruir a Huawei, un gigante que no parecía ser para tanto hace un par de años y que de repente le ha comido la tostada a todos los grandes, Samsung y Apple incluidos. Y oye, habrá dicho JinPing, "a ZTE le pueden meter tralla, que además han tenido el despiste de hacer negocios con nuestros colegas de Irán. Pero a Huawei que no me la toquen, que me lío la manta a la cabeza y se enteran".

Y así estamos. Con Trump y Jinping subiendo las apuestas. Alegría, que el mundo observa a a los dos les mola eso. Sobre todo a Trump, el presidente tuitero. El loco que se cansó de que China le comiera la tostada. Al que se le ocurrió que para chulo yo y para narices las mías. El que descubrió que meterle presión a China igual servía para acabar con décadas de magreo comercial indiscriminado.

El presidente que dijo "Ya basta".

Igual Trump no está tan loco. Igual tiene razón. Igual basta ya, ¿no?

Tiene narices que yo escriba esto.