El hombre que paseaba libros
Mis padres siempre leyeron. Mi madre sigue haciéndolo todos los días, pero claro, es filóloga hispánica. De casta le viene al galgo, ya sabéis.
Todos los años ella y yo tenemos una pequeña tradición: por su cumpleaños le cae el Premio Planeta. Si se ha portado bien durante el año también le cae el segundo premio, así que como habréis adivinado, siempre le caen los dos. Mi correctora favorita sigue leyéndome por aquí de cuando en cuando, ojo avizor, por si pilla cositas. Que las pilla, claro. Y como dio clase con Lázaro Carreter -o al menos coincidió en su época, ella terminó la carrera ya con nosotros adolescentes- es inmisericorde con la ortografía. "Si Lázaro Carreter veía una sola falta de ortografía en el examen, dejaba de corregir automáticamente a ese alumno", me cuenta siempre.
Pero me estoy desviando. Mis padres, como digo, siempre tenían un libro esperándolos. Leían antes de dormir como el que ahora ve una serie en Netflix, pero también lo hacían a cualquier otra hora. La imagen de mi padre leyendo en su pequeño despacho está ahí, indeleble. Grabadita a fuego. Con su paquete de Nobel siempre cerca. Con un chinchón. O con un cubata. A veces con pipas. Se montaba bien sus sesiones de lectura, el tío.
La biblioteca de casa precisamente estaba en ese despacho. Un armario en "ele" nada más entrar acabó quedándose corto. Primero metieron libros en una fila, luego fueron metiendo dos (con lo que los de atrás quedaron relegados al olvido) y luego acabarían metiendo libros en algún armario más del despacho. Mi padre llegó a hacer sus pinitos como bibliotecario, y uno de sus primeros proyectos con su IBM PC XT (con un alucinante 8086) en BASIC fue el programa BIBLIOTECA.BAS (seguro que se llamaba así), que le permitía buscar por título o autor y que le decía qué número tenía el libro, con lo que podía localizarlo rápidamente en la bblioteca. No había tampoco demasiados, calculo que unos 300 o 400, pero ahí estaban todos, perfectamente preparados y en orden de revista.
Mi padre, eso sí, tenía una costumbre un poco chunga: cuando terminaba un libro siempre ponía su calificación para que si algún día le daba por releerlo, supiera si valía la pena o no. Era como las opiniones de Amazon en versión alpha y de andar por casa, pero sin números o estrellitas. Malo, regular, bueno y muy bueno, que yo recuerde, eran las palabras que usaba. Lo que pasa es que las ponía nada más abrir el libro, en alguna de esas primeras páginas, con lo que de repente te creaba una expectativa que condicionaba la lectura. Las podía haber puesto al final, pero no, lo hacía siempre al principio. El muy aguafiestas.
Mis padres compraban libros de vez en cuando, pero en realidad la biblioteca crecía porque durante muchísimos años estuvieron suscritos al Círculo de Lectores. Hoy ese servicio de Planeta ha dicho adiós para siempre, aplastado por una realidad cruel: la de que los tiempos cambian y no favorecen a quienes no se adaptan a ellos. Las deudas asolaban a sus gestores desde hace años, y la triste realidad es que aunque la gente sigue leyendo -también en papel, digan lo que digan- lo hace de otra forma.
Pero hubo un tiempo en el que el modelo de El Círculo de Lectores era un prodigio. Cada mes o dos meses —no lo recuerdo bien, pero no es importante — te llegaba una revista con las últimas novedades, tú seleccionabas las que querías y un empleado de la empresa te los hacía llegar a casa. El servicio llegaba a todos los rincones, y lo hacía además gracias a unas personas muy especiales. Los hombres y mujeres que llevaban los libros de casa en casa eran muy distintos de los que hoy nos traen el paquete de Amazon.
Al menos así recuerdo yo a la persona que traía los libros a casa. Diría de hecho que él no era un mensajero. El no llevaba libros de un lado a otro. Su trabajo era pasearlos.
Recuerdo su cara y su voz como si hoy estuviera delante mío. Yo era pequeño y él era ya mayor incluso que mis padres, pero le recuerdo afable y tranquilo. Amable y dispuesto. Feliz de hacer lo que hacía. O eso parecía, porque no le recuerdo jamás haber puesto una mala cara. Llegaba con un carrito (¿Era un carro de la compra? Puede ser), comprobaba el pedido y lo entregaba. No se detenía más que unos minutos, pero no parecía que tuviera prisa. Intuyo que se hubiera tomado gustoso un café o una cerveza para hablar de libros -o de lo que fuera- con mis padres. Era alguien familiar, cercano, tranquilo. Puntual al a cita... hasta que la cita dejó de serlo.
No sé qué pasó, pero mis padres dejaron de estar suscritos al servicio. Ignoro si la oferta no les acababa de gustar o si empezaron a comprar libros por otro lado. Quizás simplemente no había más espacio en la biblioteca para tanto libro, pero el caso es que aquel buen hombre dejó de venir a casa. Los libros siguieron llegando por otros cauces, y mis padres, desde luego, siguieron leyendo.
Hay muchas cosas que siempre les agradeceré, y entre ellas está ese amor por los libros, esa relación tan natural con la lectura. Jamás me la impusieron, pero supongo que verles a ellos hacerlo influyó en que yo acabara haciéndolo. No tanto como me gustaría, seguro, pero un buen libro, como una buena película, siempre es un pequeño milagro que va más allá de entretenerte. Es muy distinto a esa gratificación instantánea que proporcionan otras cosas hoy en día que reclaman nuestra atención cada instante. Las redes sociales, series, vídeos en YouTube o Twitch, videojuegos, o los posts en blogs maravillosos como este (o no tan maravillosos) son —con suerte— solo eso: microsatisfacciones que nos van entreteniendo y alegrando el día. Un buen libro es otra cosa. Perdura. Al menos en mi caso lo hace.
Puede que yo no disfrutara demasiado de El Círculo de Lectores —me pilló pequeño y más tarde estaba en otras batallas—, pero la noticia de hoy me ha dejado tristón. Suelo decir que cualquier tiempo pasado probablemente nunca fue mejor, pero aquel tiempo pasado sí lo era, al menos en eso. Por los libros, y por quienes los paseaban.
Bien por todos ellos.