Mi primera (¿y última?) crítica culinaria

Mi primera (¿y última?) crítica culinaria
anton-ego

Vaya por delante que a mis 42 castañas sigo disfrutando de un whopper como si tuviera 15. Soy facilito a la hora de comer: un buen entrecot poco hecho es la máxima expresión del placer culinario para mí, y asisto con incredulidad e incomprensión a esa afición que la inmensa mayoría de mis conocidos y amigos comparten por los restaurantes que le venden a uno más “experiencias” que “comida”.

Ayer tuve la oportunidad de asistir -no elegí yo- a uno de ellos. Le Cocó, en pleno Chueca, ya me daba malas vibraciones por el nombrecito. A primera vista todo como muy hipster: la decoración era “ideal” (esto, lógicamente, no lo dije yo) y todo eran detallitos en esa línea: cajas de fruta de madera reaprovechadas como estanterías, bombillas vintage, paredes de ladrillo visto con una descuidada (y estudiada, supongo) mano de pintura blanca y vajilla estilo pueblo. O algo así. Todo muy in, supongo. O muy cool. O lo que sea.

Los cuatro asistentes -era una celebración familiar con dos de mis hermanitas y mi hermano- nos sentamos en la mesa asignada, y empezamos a disfrutar del espectáculo. Nos dan la carta en una carpeta de estas de sujetar folios con una pinza. Muy in también (supongo), aunque no lo fuera tanto que la carta fueran cuatro fotocopias bastante cutres y bastante hechas polvo. La oferta era más bien escasa: 10 o 12 entrantes, 3 ensaladas, y un puñado de carnes y pescados. Los precios se situaban aparentemente en lo que podría esperarse. Una ensalada verde, 9,50 euros. Unos huevos rotos con foie, 9,50 euros. Un steak tartar, 14 euros. Lo normal en estos sitios. Ya me olía lo que se avecinaba.

Pedimos y llega el aperitivo: una bandeja de pan muy in (metálica, como militar, no sé) y un detalle que fue probablemente el único que me moló: un cubo de madera con un gigatesco bolón de mantequilla salada para picotear hasta que llegan los platos. Para alguien que como yo se podría alimentar toda su vida a base de pan y mantequilla salada, eso casi hubiera podido servir para ponerle un 10 al local. Fue entonces cuando me planteé cancelar el pedido y decirles a mis hermanos que nos dejaran el cubo y nos fueran trayendo más pan hasta que nos hartáramos.

Hubiera sido una sabia decisión.

Llegan las bebidas, y nos traen una cerveza, un vino y dos aguas (una para mí). Las botellas de agua abiertas, y al ver el vino pregunto si puedo cambiar por un vino tras pensarlo mejor. La camarera, muy in ella y con ese aire de camarera a la que tienes que dar las gracias por tener el detalle de atenderte, me dice que me puede traer el vino además, pero que el agua ya está abierta.

Como soy muy educado me callo, pero… ¿por qué me traes el agua ya abierta? ¿Cómo sé que la botellita in no la has rellenado con agua del grifo y me la cobras a precio de los manantiales de Islandia?

Proseguimos a lo nuestro. Entre anécdota y anécdota familiar -si no quedáis solo entre hermanos (sin niños y pareja) de cuando en cuando, hacedlo- llegan los primeros capítulos de esta experiencia de sensaciones en la que quieren convertir la cena. El pulpo a la gallega (12,50 euros creo recordar) consiste en cinco (5) trozos de pulpo bañados en una especie de crema de patata (yo eso en Galicia no lo he visto nunca, pero en fin) y coronados con lo que yo diría que es piel de patata cocida o algo así. Muy in. Los chipirones (11 euros, creo) consisten en cinco (5) chipirones en perfecta formación militar en una salsa al pesto. Ambos platos en bandejas que sugieren que por poder podían haber puesto 10 veces más esa cantidad. Pero aquí te venden sensations. Y no pueden poner cuatro trozos u ocho (que hubiera sido un detalle, somos cuatro comensales). Te ponen cinco, para joder.

Empiezan las bromas. Nos tomamos cada uno nuestro chipirón y nuestro trozo de pulpo en modo degustación. Ya sabéis, aquí se viene a saborear, no a deglutir. Saboreo y me quedo bastante frío. El pulpo poco cocido para mi gusto, y el chipirón demasiado hecho, aunque la salsa al pesto le salva un poco. Los hermanos nos comportamos como caballeros y cedemos el trozo de pulpo y el chipirón restantes a nuestras hermanas. Más risas.

Llega la ensalada verde (9,50 euros, con queso de cabra, membrillo, rúcula, canónigos, y alguna cosita más). Decente, la verdad, La devoramos entre los cuatro y aparece el plato estrella: los espárragos trigueros en tempura con salsa romesco (9,50 euros) aparecen ante nosotros con ambición: seis espárragos seis, acompañados de un tarrito con la citada salsa, en una bandeja a la que parecía faltarle algo. Como comida, por ejemplo.

Los espárragos están crujientes, rollo tempura, pero de nuevo, demasiado hechos para mi gusto. Me como uno. Bromas tipo “estoy a tope“. Quedan dos en el plato y uno de mis hermanos parte uno por la mitad. Yo digo “voy a hacer una locura” y me tomo la revancha de los chipirones. Cojo un segundo espárrago solo para mí. Para mí. Lo degusto. Muy hecho. Pero da igual. Es mi espárrago triguero. Más risas. El espectáculo de las sensations funciona porque al menos nos está haciendo reír a carcajadas. Por no llorar, supongo.

Últimos dos platos a compartir. El primero, unos huevos rotos con foie (9,50). Deberían ponerlo en singular. Es un huevo roto. Por debajo, eso sí, muchas patatas para mi gusto pasadas. Aquí debo decir que creo que jamás he probado mejores patatas fritas que las del McDonalds (cuando están recién hechas, ojo). Así es mi paladar, chicos. El plato, eso sí, es el más generoso con diferencia de todo el repertorio anterior. Rompo el huevo (estaba intacto, gracias al cielo) y las patatas para hacer el tradicional revuelto, y nos abalanzamos para aplacar esa sensation de hambre (pero una sensation ideal, eso sí) que habían dejado los platos anteriores. Decente, aunque un huevo con patatas no suele tener trampa ni cartón (afortunadamente). Y luego llegan los tentáculos de calamar (9 euros, creo de nuevo) con el correspondiente tarrito de salsa. Aquí de nuevo se ve intención de saciar el hambre: nos han puesto un puñado de tentaculitos (ni siquiera me esforcé en contarlos, supongo que había más de 10 y preferí empezar a comer), y nos los acabamos en un pliqui. Para mi gusto, muy hechos y secos. Va a parecer que me gusta comérmelo todo vivo y crudo, pero nada más lejos de la realidad. Lo que pasa es que creo que un calamar debe tener cierto toque tierno a mar, rollo cartilaginoso más bien. No a zapatilla.

Más risas. Cómete tú el último. No, tú. No tú, mujer. Oye, no te dejes esas tres patatas. Etc. Nos preguntan si queremos postre. Mi hermano y una de mis hermanas se piden una tarta de la abuela (dulce de leche, chocolate, bizcocho) para compartir. Mi otra hermana y yo preferimos asistir al espectáculo. Llega la tarta, de la que eso sí probamos un poquito. Está rica, ciertamente.

Y entonces es cuando llega la que supongo es la gerente o encargada de turno del local, y en plan novia de la boda nos pregunta que qué tal todo. “Estupendo”, le decimos. La educación nos puede. Al menos a mi me puede, porque luego descubro que soy el único que no piensa eso. Pero la chica no lo deja ahí y añade “¿Y habéis podido con la tarta de la abuela?“. Risas incómodas y un “sí, uf” es todo lo que nos sale antes de explotar en carcajadas unos adecuados segundos después de que desaparezca. Risas y más risas.

Pero por supuesto, quien ríe el último ríe mejor.

Pedimos la cuenta. 89,75 euros por esos seis platos a compartir, tres vinos, dos cervezas, dos aguas y una ración de tarta de la abuela. Creo que no me dejo nada. La gerente, la camarera in, el cocinero y el dueño del local están probablemente riéndose a carcajadas. De nosotros y de todos los comensales que han pagado 12 euros por 5 trozos de pulpo o 9,50 por 6 espárragos. El margen de beneficio debe ser acojonante -y perdonadme la expresión, pero sé de qué hablo, soy co-propietario de un 100 Montaditos- y además todo cuadra: el público es tan educado y quiere estar tan integrado en ese círculo tan ideal y tan sensational de gente in que nadie tiene queja alguna. A nosotros en nuestro local los jovencitos de 19 años (qué futuro nos espera) nos ponen hojas de reclamaciones por intuir que un camarero les ha puesto mala cara. Así que imaginad la diferencia de clientela.

Dos conclusiones tras la cena. La primera, que creo que yo solito hubiera podido comerme lo que pedimos entre los cuatro (o casi). La segunda, que hubiera disfrutado mucho más de un buen whopper, me hubiera quedado igual de satisfecho (o más), y me hubiera ahorrado un pastizal.

Pero oye, puedo decir que he ido a cenar en Le Cocó. Muy in. Sensations.

Aviso: Es evidente que la crítica no podía ser muy distinta teniendo en cuenta mis preferencias culinarias, y aquí debo decir que mis hermanas y hermano salieron contentos de la cena. Así que no toméis la crítica culinaria demasiado en serio: es tan solo mi opinión, y sé que aquí estoy en franca minoría y que este tipo de sitios le encantan a la mayoría de la gente. Respect.

Actualización (31/05/2015): como indica Ángel en los comentarios, hay un monólogo de Leo Harlem que refleja de forma genial esta situación, así que ahí lo dejo. ¡Gracias!