Chrome y el paso del amor al odio

Hubo un tiempo en el que amábamos todo lo que hacía Google. Recuerdo perfectamente la primera vez que me hablaron de su buscador, por ejemplo. Un compañero de la facultad me habló de él en el año 99, recién salido del horno. "¿Pero es mejor que Altavista?". Aquel compañero me sonrió con suficiencia y me dijo "Tú pruébalo".

Bueno, no recuerdo si sonrió y me dijo eso exactamente, pero la historia queda mucho mejor así.

En 2005, con Google habiéndome conquistado ya en el terreno de las búsquedas, la empresa nos pareció gastar una broma con Gmail, aquel servicio que ofrecía 1 GB de capacidad en el buzón cuando lo normal era contar con cuentas gratuitas de ¿20? megas. Pero aquello era de verdad, y recuerdo la ilusión que me hizo recibir la invitación de un conocido (no creo que me leas, pero hola, Óscar) al servicio.

Gmail me volvió a conquistar por segunda vez para Google.

Y entonces llegó Chrome en 2008, y todos comprobamos como Firefox, que se había vuelto algo lento y pesado, tenía una alternativa minimalista, rápida, mejor. Empecé a usarlo y nunca miré atrás. No lo hice durante casi una década, pero lo que sí hacía era mirar de reojo. Los sacrificios empezaban a ser importantes, y la ambición de Google eran tan desmesurada, su glotonería de datos tan acusada, que casi todo lo que hacían era visto con escepticismo por mi lado. Usar Chrome empezaba a significar hacer demasiados sacrificios, y en agosto de 2017 volví a Firefox.

Desde entonces no he mirado atrás (otra vez), pero lo que sí he hecho es mirar de reojo (otra vez). No por volver a Chrome, algo que dudo que vuelva a hacer jamás, sino por saber cómo le iba a ese navegador que se comió el mundo y que ha acabado destuyendo la confianza que el mundo puso en él.

Las noticias de estos días lo han conformado. De repente Chrome ha demostrado ser una vez más una herramienta más de Google para recolectar más datos, de forma constante. No me explayaré aquí con lo que han hecho y dejado de hacer porque ya lo conté ayer y hoy en Xataka —que me tiene muy entretenido estas últimas semanas—, pero el resumen es el de siempre:

Vuelve la amenaza a nuestra privacidad.

No es que nuestra vapuleada privacidad necesite ya muchas más amenazas, porque si los últimos tiempos me han dejado claro es que a la gente no le preocupa su privacidad, le preocupa su comodidad y rascarse el bolsillo.  El discurso es eterno: A mí que me den algo gratis y que funcione bien y que me espíen todo lo que quieran. Total no tengo nada que ocultar.

El problema es que eso no es cierto, porque lo que haces y cómo lo haces permite deducir muchas cosas. Algunas de ellas siempre pueden ser utilizadas en tu contra, tanto ahora como (y esto es lo que mucha gente no entiende) en el futuro. Una opinión o comentario inocuo ahora puede ser peligroso en el futuro, porque desmontar el "no tengo nada que ocultar" no es tan difícil.

Lo que cada vez tengo más claro es que esta filosofía de Google, que es la que le da de comer, es también su mayor problema, porque todas estas medidas ponen a prueba la confianza de unos usuarios que podrían ir abandonando gradualmente sus soluciones. Lo veo difícil porque somos como somos, pero puede que algo explote en algún momento y nos demos cuenta de que alimentar esa máquina de datos tragona que es Google puede salirnos muy caro.

Yo de momento he dejado Google, y espero poder ir abandonando gradualmente el resto de soluciones y servicios de un gigante que nos hace la vida mucho más cómoda, pero con un precio inquietante.

Ahora toca lo más difícil: superar la pereza. Ya he ganado una primera batalla, al menos: soy consciente de la amenaza.