Bendito maldito segundo

Menos, incluso, es lo que puede hacer que tu vida cambie radicalmente. Es algo que solo percibes como algo lejano, que oyes en las noticias, en las películas, en los libros, en las canciones. Que nunca, jamás, te puede pasar a ti. O a mí.
Hasta que te (me) pasa.
Últimamente eso que nunca te puede pasar a ti, de hecho, estaba pasándole a cada vez más gente cercana a nosotros. Ese maldito segundo que cambia vidas y que lo hace a las malas de repente parecía cebarse en gente cercana que como nosotros pensó que nunca le ocurriría. Que ese maldito segundo no llegaría.
Y llega, y lo cambia todo.
Y de repente todo eso que veías con una tristeza distante, con una empatía comodona —esa del 'menos mal que no estoy en ese pellejo'— se presenta ahí cerquita para demostrarte que esos malditos segundos están por todas partes.
La macabra lotería funciona para mucha más gente de la que crees. Se rifan segundos malditos, señora. No necesita usted verlo en las películas, leerlo en los libros o escucharlo en las canciones. Le puede tocar, fíjese usted. Y es terrible que te toque. E imposible imaginar lo terrible que puede llegar a ser. Lo saben muy bien esas personas cercanas a nosotros que ya han pasado por ese maldito segundo. Como también lo saben millones más, mucho más lejanas.
Ayer estuvimos muy cerca de que nos tocara.
A Javi, nuestro hijo pequeño, se le ocurrió jugar en lo alto de una roca de unos cuatro metros. Como es imposible controlarlo todo, como es imposible que te toque a ti, no nos dimos cuenta del peligro. O lo ignoramos, ilusos de nosotros. Y entonces ocurrió. Llegó el maldito segundo.
Uno que al final resultó ser un bendito maldito segundo.
Javi se cayó desde esos cuatro metros. Al principio, como supongo que ocurre en muchos casos, no te das cuenta de lo que está pasando. De repente, gritos de la gente. "¡De quién es este niño!" "¡Lleváoslo inmediatamente, por favor!". Corres, miras y reaccionas sin pensar. Y todo se difumina, y todo se entremezcla. No sabes muy bien cómo llegas al coche de ese chico que te baja al párking donde tienes el tuyo, ni tampoco cuánto tardarán las ambulancias del 112 en venir mientras tu mujer llama desde el coche explicándolo todo con una calma sorprendente. Y piensas en mil cosas y en ninguna mientras el mundo sigue girando.
Y llega la policía, y la ambulancia, y Javi, aturdido pero aparentemente ileso, solo quiere dormir. Le preguntas cómo se llama, cuántos años tiene, cómo se llama su hermana. Contesta a todo bien, pero solo quiere dormir. Y sabes —por las benditas películas, supongo— que no debes dejarle dormir. Y tras la ambulancia, que no estaba medicalizada, aparece el esperpento. Un helicóptero del SUMMA aterriza de forma inverosímil en un cruce flanqueado por cables eléctricos para que tres doctores con todo tipo de equipos médicos bajen y vayan a la ambulancia a tratar al pequeño Javi. Como en las noticias, las películas, las novelas, las canciones.
Todos fuera, nos dicen. Y llegan nuestros amigos, más asustados que nosotros al oír el helicóptero e imaginarse lo peor. Porque en los malditos segundos se dispara la imaginación, y suele ocurrir que nuestra capacidad de pensar en horrores se vuelve asombrosamente ágil. Pero les explicamos todo. El niño parece estar bien. Habla, reconoce, mueve todo normalmente.
A los 10 minutos sale la doctora. Todo parece un gran susto. Las pruebas dan negativo en todo, pero lógicamente hay que seguir haciéndolas. De ahí al hospital —en ambulancia; Javi, afortunadamente, se pierde la oportunidad de ir en helicóptero, algo que hubiera significado que la cosa era muchísimo más grave— mientras uno de los policías me pide datos personales para poder hacer seguimiento del caso. Se los doy sin poder prestarle demasiada atención. Sin saber ni pensar para qué querrá el policía mi número de móvil en ese momento.
Para cuando empiezan las pruebas en el hospital, lo peor ha pasado ya. Un TAC cerebral y varios análisis más dejan claro que el maldito segundo era en realidad un bendito segundo. Que el angelito de la guarda de Javi ha hecho horas extras y que hemos vivido un señor milagro. Como los de las películas, las novelas y las canciones.
Y Javi se queda en observación. Y por fin duerme el sueño de los benditos (segundos), y despierta tan pancho, pidiendo un zumo y que le pongas Lady Bug en Disney Channel. Y empiezas a darte cuenta por fin de que tu vida no va a cambiar a malas. Que te has librado.
Pero nadie te quita el susto, claro. Ni las películas que te has montado sobre todo lo que podría haber ido mal. Que cayera de cabeza en lugar de caer de espaldas. Que en el suelo hubiera rocas en lugar de la arena que amortiguó la caída. Que no debieras moverle y lo hicieras para llevarle rápido a cualquier lado empeorando la situación. Que los servicios de emergencia no llegaran tan rápido como llegaron, o que no fueran tan profesionales como lo fueron. Que fallara todo, o simplemente algo, justo lo necesario para cambiarlo todo, en lugar de que no fallara nada.
Y en esas te ves, al día siguiente, recogiendo a tu niño del hospital, él como una lechuga y tú aún con un estúpido temblor, después de una noche en la que ha sido muy difícil dormir e imposible evitar pensar en todo lo que podía haber salido mal y no salió. Y Javi sonríe, y le das besos, y te enseña orgulloso su pulsera de hospital, como si fuera su particular trofeo tras la aventura.
Y entonces recibes una llamada. "Hola, soy de la policía, llamaba para interesarme por el estado del pequeño. ¿Todo salió bien?"
Todo salió bien. Bendito maldito segundo.