Adiós al sueño de la startup que quiso comerse el mundo

Adiós al sueño de la startup que quiso comerse el mundo
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Imagina que tienes una idea. Una realmente brillante. Imagina que te lanzas a convertirla en una realidad y que a base de hacer lo correcto —lo importante no es tanto la idea como su ejecución— logras un producto o servicio estupendo (y legal). Uno que realmente da respuesta a una necesidad, uno que es la solución a un problema real.

Eso es perfectamente posible. Ocurre todos los días.

Ahora imagina que quieres sacarle partido a tu esfuerzos, que crees que es lícito ganarse la vida con él porque efectivamente hace que la vida de otras personas sea mejor. Pones en marcha tu plan de negocio, ese que de hecho ya habías preparado cuando empezaste a desarrollar tu idea, y conviertes ese servicio en una fuente de ingresos por la que los usuarios empiezan a pagar.

Eso es perfectamente posible. Ocurre todos los días.

Vayamos más allá. Imagina que tu producto empieza a crecer, y que una vez más superas los retos que impone crecer. Escalas y te expandes, amplías estructura y logras que el tema funcione de forma estupenda no ya para 1.000 o 10.000 usuarios, sino para 100.000 o un millón. Empiezas a convertirte en un referente en tu campo, y empiezas a captar la atención de usuarios, industria, y, claro está, de empresas más grandes.

Eso es definitivamente posible. Ocurre (no todos los días).

Es ahí cuando tienes que dejar de imaginar, porque en el momento en el que otras empresas se fijan en ti, lo tienes crudo. Lo pueden hacer antes o después, pero lo que seguro que ocurre es que acabarán haciéndolo. El motivo es evidente: ninguna empresa quiere que le roben la cartera, así que ante cualquier amenaza tiene un par de opciones básicas. La primera, desarrollar un producto igual que el tuyo pero que se beneficie de la marca y base de usuarios de esa empresa. La otra, comprarte.

Ahí es donde se acaba el sueño de cualquier startup (si es que no ha acabado bastante antes). Estamos en una era en la que podemos ir diciéndole adiós a la startup de internet, esa creada por uno o dos estudiantes en su dormitorio de la universidad y que ha logrado convertirse en un gigante de internet.

Ya está chavales. Eso ya lo han hecho otros. Y precisamente porque otros lo han hecho y saben cómo pirula todo, no van a dejar que otro avispillas les haga la Pascua. Zuckerberg, Pichai, Bezos, Nadella o Cook, por citar los cinco ejemplos más claros, podrían no ver la amenaza por sí solos, pero es que no luchas contra uno, sino contra todos ellos y todos los que están por debajo. No podrás contar con sus contactos, influencia y desde luego recursos, así que lo tienes crudo.

Lo vemos incluso con startups que fueron un quiero bastante serio y acabaron siendo, como siempre, un no puedo. El ejemplo más reciente lo tenemos en Snap, esa empresa que tiene un producto para mi gusto lamentable, pero que oye, efectivamente parecía resolverle un problema a los teenagers. Parecía que se iban a comer el mundo, y ¿qué pasó? Pues que llegó Zuckerberg y les copió a machete y sin piedad en Instagram y en Facebook Messenger, como antes se había desecho de aquella pequeña revolución que ya nadie recuerda llamada MSQRD sacando el talonario.

Es lo que llevan haciendo estas empresas desde hace años, y aquí todas son igual de malas, o de listas, o de inmisericordes. La lista de adquisiciones de Facebook, Google, Amazon, Microsoft o Apple es solo parte de esa historia, porque como digo todas ellas recurren a la compra solo en ciertas ocasiones: replicar el producto para no depender de un tercero o para expulsarle del mercado es una táctica tan válida como la anterior (Apple, ¿qué fue de Imagination?).

En Vox repasaban esta tétrica realidad para el mundo de las startups hace un tiempo, y empezaban fuerte con un hecho incontestable: "no ha habido ninguna nueva gran empresa tecnológica en los últimos 10 años". Así es, porque ninguna de las grandes deja que eso pase. Esas empresas, como apuntaban en ese buen análisis, "adquieren a otras rápido y a menudo". En realidad hay al menos una excepción, que es lo que hace más válido la regla: Tesla, la empresa que está llamada a revolucionar el segmento del transporte pero que no tengo nada claro que pueda triunfar en un mercado tan asentado, competitivo y brutal como el del coche.

Este tema ha dado para unos cuantos debates, y me gustó el 'Can anyone beat Jeff Bezos?' que hicieron hace unos días en Vanity Fair (qué cosas, editoriales de moda haciendo publicaciones buenas de tecnología) y en la que un siempre avispado Nick Bilton contaba de forma magistral cómo funciona Silicon Valley tras las bambalinas, entre cena y cena de multimillonarios y wannabes de los Zuckerberg o Bezos de turno.

Mucho más definitiva, no obstante, es la columna de humor trágico —difícil calificarla de otro modo— que publicaban en The Onion también recientemente. En ella un hipotético Jeff Bezos escribía una carta abierta a los futuros emprendedores: "Mi consejo a cualquiera que empiece un negocio es recordarle que algún día le aplastaré". La carta es magistral, pero si tuviera que rescatar un párrafo sería esto (traducción libre y propia):

Recuerda, este es tu sueño. Has invertido todo tu ser en este proyecto único. Has apostado todo en él. Así que nunca pierdas de vista la visión que te llevó a este punto, y nunca olvides que puedo y usaré los insuperables poderes que tengo para apagar tu sueño como apagaría una vela, condenándote a una amarga oscuridad de miseria.

Puede que el verdadero Jeff Bezos nunca pronuncie esas palabras en público, pero estoy seguro de que las tiene presentes cada hora de cada día de su vida.  Y lo que es cierto para él es cierto para cualquier competidor medianamente grande que te las hará pasar más p**** que en verbena antes de dejar que te conviertas en la próxima Google, la próxima Facebook, o la próxima Amazon. Eso acabará pasando (siempre pasa), pero hoy por hoy tus posibilidades de lograrlo parecen estar un pelín bajas.

Dicho lo cual, si tienes una idea, inténtalo. A las malas, puede que Google te compre la empresa y te conviertas en un millonario de clase B, que oye, tampoco está nada mal.